Perdidos en Siberia

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La estepa siberiana no es, precisamente, un lugar que uno ansía visitar. Mucho menos, vivir en él. Es un desierto helado la mayor parte del año, con una extensión de cinco millones de kilómetros cuadrados. El buen tiempo dura, apenas, unos cuatro meses, entre fines de mayo y principios de septiembre. El resto del año el paisaje se compone de ríos y arroyos de agua cristalina y helada, bosques de abedules, osos y lobos. En algunas zonas la temperatura puede llegar a 60º C bajo cero.

Sólo unos pocos miles de personas viven en forma permanente en esta soledad. Pero sí hay esporádicas incursiones de geólogos e investigadores, ya que se trata de una de las principales fuentes de recursos de Rusia, con sus yacimientos de petróleo y sus minas de diamantes, zafiros, oro, plata, níquel y más.

Fue, justamente, durante un vuelo de reconocimiento geológico en helicóptero, en el año 1978, que una expedición divisó, en plena taiga, y en un paraje totalmente inaccesible, algo que parecía un precario campo de cultivo. Teniendo en cuenta que el lugar se encontraba a 250 kilómetros del sitio habitado más cercano, a cientos de kilómetros de Moscú, parecía imposible que alguien viviera allí.

Una vez en tierra, cuatro de los científicos, liderados por la geóloga Galina Pismenskaya, partieron hacia el paraje visto desde el aire. A medida que se acercaban dieron con un camino, que los llevó a un cobertizo donde se almacenaban madera de abedul y patatas secas. Junto a un arroyo, se levantaba una precaria cabaña de troncos y tablas, con una minúscula ventana.

Si esta visión dejó perplejos a los geólogos, mayor fue aún la sorpresa cuando la puerta se abrió y del interior salió un anciano descalzo, que vestía camisa y pantalones llenos de remiendos.

Después de varias visitas, los geólogos lograron desentrañar la historia de esta familia. Karp Lykov, el anciano, vivía allí con sus cuatro hijos, dos mujeres y dos hombres. Karp era miembro de una secta ortodoxa rusa que había sido prohibida y perseguida por Pedro el Grande. Con la llegada al poder de Lenin, la persecución se agudizó, y muchas familias pertenecientes a los Antiguos Creyentes huyeron a Siberia.

Karp partió hacia la taiga en 1936, con su esposa Akulina y sus pequeños hijos Savin y Natalia, de 9 y 2 años, respectivamente, después que su hermano fuera asesinado por los bolcheviques. Sólo llevaron algunas semillas y sus escasas posesiones. Tuvieron otros dos hijos, Dimitry y Agafia.

Como las patrullas de soldados rusos se iban acercando a su asentamiento, Karp y su familia se adentraron cada vez más en la taiga, hasta llegar al sitio en que fueron encontrados en 1978. Durante cuarenta años no habían tenido contacto con otro ser humano. Ni siquiera se habían enterado que había habido una guerra mundial.

El hambre fue una constante en todo ese tiempo. Llegaron a comer hongos, pasto, cortezas y hasta sus propios zapatos. Akulina se dejó morir de inanición en 1961, año en que una helada destruyó su magra cosecha, para que sus hijos pudieran alimentarse con lo poco que quedó. Ocasionalmente Dimitry salía de caza por varios días, durmiendo a la intemperie con 40º C bajo cero o menos. Como no tenían armas, la cacería consistía en poner trampas o perseguir a los animales durante días, hasta que estos caían extenuados. Pero pocas veces conseguían alimentarse bien. Cuando fueron encontrados, en 1978, su único alimento eran patatas secas.

La historia de esta familia fue difundida, principalmente, por el periodista Vasily Peskov, a través de varios artículos en periódicos, y un libro titulado “Perdidos en la taiga”.

A partir de su encuentro con los geólogos, comenzaron a aceptar, gradualmente, algunos “regalos”. Sal, en primer lugar. Con el tiempo, también granos, cubiertos, ropa, papel y pluma, una antorcha eléctrica…

Es posible (aunque Peskov lo niega) que este encuentro haya precipitado el fin de la familia: en 1981 murieron Savin, Natalia (ambos por insuficiencias renaales) y Dimitry, (de neumonía). Los tres se negaron a ser trasladados a un hospital para recibir tratamiento. El 16 de febrero de 1988, exactamente 27 años después que su esposa, falleció Karp, mientras dormía.

Agafia se negó a abandonar su hogar, y aún vive allí, sola, con casi 70 años, aunque en mejores condiciones. Ahora tiene en su propiedad varias pequeñas cabañas, refugio para sus animales, depósito para guardar granos y otros suministros, y hasta recibe una pensión gubernamental. Antes de morir su padre viajó por todo el país, invitada por el gobierno, pero desde 1988 sólo ha salido de la taiga en cinco oportunidades.

Una extraña historia se enlaza con la de esta familia, y es la del perforador Yerofei Sedov, integrante del grupo de geólogos, quien pasó mucho tiempo con los Lykov, ayudándolos a recuperar sus cultivos. Durante algún tiempo vivió en un campamento petrolero a 16 kilómetros de la casa de los Lykov. Luego perdió su trabajo y regresó a la ciudad. Por una gangrena perdió una pierna, y su médico le recomendó regresar a la taiga para mejorar su salud. Instaló su hogar muy cerca de donde Agafia vivía, ya en soledad. Han sido vecinos durante 16 años, y mantienen una extraña relación. Aunque Sedov afirma que su intención era estar cerca de Agafia para ayudarla, ella dice lo contrario: fue Agafia quien ha ayudado a Sedov todo este tiempo, plantando sus cultivos y cortando leña para ambos. Algunas veces por semana se reúnen para escuchar juntos las noticias en la radio.

Agafia no piensa abandonar la taiga. Ve señales del Anticristo hasta en los códigos de barras de los sacos de semillas que cada tanto alguien le regala, y el aire de la ciudad la enferma. Sólo se siente a salvo en su cabaña, junto al río Erinat.

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